Un parque cerca de casa tiene un sendero por donde me gusta caminar. Hay un lugar desde donde puede avistarse el Jardín de los Dioses, con formaciones rocosas de color rojizo por delante del monte Pikes Peak, de unos 4.300 metros de altura. Sin embargo, de vez en cuando, paso de largo, sumido en algún problema y mirando hacia abajo. Si no hay nadie cerca, a veces me detengo y digo en voz alta: «¡David, levanta la vista!».

El pueblo de Israel solía entonar los «cánticos graduales» (Salmos 120–134) mientras subía el camino que llevaba a Jerusalén, para asistir a las tres fiestas anuales de los peregrinos. El Salmo 121 comienza diciendo: «Alzaré mis ojos a los montes; ¿de dónde vendrá mi socorro?» (v. 1), a lo cual le sigue la respuesta: «Mi socorro viene del Señor, que hizo los cielos y la tierra» (v. 2). El Creador no es un ser lejano, sino un compañero permanente y siempre atento a nuestras circunstancias (vv. 3-7), quien nos guía y protege en nuestro viaje por la vida «desde ahora y para siempre» (v. 8).

¡Cuánto necesitamos mantener la mirada fija en Dios, nuestra fuente de ayuda, en el sendero de la vida! Y, al estar abrumados y desanimados, decir: «¡Levanta la vista!».